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Criatura de cuatro cabezas
Siempre quiso saber cómo era el ritual que compartían y, pese a que Carolina lo había invitado en varias ocasiones, nunca accedió. No quería dar a entender que estaba interesado en sus juegos. Y ahora se debatía entre darse la vuelta y dejar que el peso de Katsumi se acomodara sobre su polla o sacar las palomitas y deleitarse con el espectáculo secundario de Carolina y Martín.
Caían las prendas. El masaje se intensificaba. Marcos y Silvia reían y las carcajadas se mezclaban con gemidos y jadeos un poco más lejos. Óscar percibió que su boca se hacía agua, notaba un dolor sordo en los ijares por la necesidad de hundirse en un sexo y las puntas de los dedos le ardían por la necesidad de acariciar piel.
—Óscar, estás tenso. ¿Qué puedo hacer para que te relajes? —preguntó la asiática, preocupada—. Estoy aquí para complacer. Si no estás a gusto, yo no hago bien mi trabajo.
—¿Acaso te importa? Vas a cobrar igual —espetó él, desabrido. Siempre hacía lo mismo. Incapaz de gestionar sus emociones, soltaba una pachotada en un intento burdo de ganar tiempo para lidiar con su incompetencia.
Katsumi se envaró, ofendida.
—Te equivocas de persona, no soy una prostituta. Yo elijo con mucho cuidado con quién quiero estar. Es cierto que obtengo un beneficio, pero no es solo económico. Satisfago una necesidad —dijo con un tono gélido. Aun así, sus manos continuaron el masaje delicado sobre sus hombros—. Mi sed de sumisión y complacencia es difícil de colmar. Muchos hombres lo confunden con deseo de humillación o dolor, y nada más lejos de la realidad. Por eso me gustó tu perfil cuando Carolina me explicó quien eras y lo que buscabais. ¿Me he equivocado yo al escogerte a ti?
Los ojos rasgados e inteligentes de la japonesa lo evaluaron con frialdad. Óscar se sintió un estúpido y por un momento, todo desapareció: la música sensual, el decorado decadente, el baile erótico de Carolina ante Martín. Solo quedó ante él la fantasía hecha realidad que su amante le había regalado. Una oportunidad única. Ahora lo entendía. Sonrió, apocado.
—No, no te has equivocado. Perdóname. Me gustaría verte desnuda —dijo, tras un instante fugaz de vacilación—. ¿Puedes quitarte el kimono?
Katsumi sonrió a su vez y desató con ademanes delicados la lazada de seda que cerraba la prenda. Un cuerpo pálido, de líneas armoniosas se desveló ante él. No pudo evitar compararlo con el de Carolina, que le pareció agresivo, provocador, obsceno mientras subía por sus largas piernas torneadas unas bragas de encaje negro. El de Katsumi era casi pubescente. Los pechos pequeños, las caderas, apenas esbozadas. Los pezones rosados, muy poco marcados. Martín sostenía a su amante por ambas nalgas y las masajeaba con fuerza, y no podía abarcarlas con sus enormes manos.
—Te quitaré esto —dijo la japonesa—. Será mejor para continuar el masaje.
Óscar no respondió. Estaba hipnotizado por las diferencias de las dos mujeres ante sus ojos. El pelo corto y negro de Carolina, disparado en puntas salvajes, con la nuca insolente al descubierto. El de Katsumi, liso y largo hasta la cintura, cuyo ondular lo hechizó durante unos segundos cuando lo instó a arrodillarse sobre el futón.
—Carolina…
El nombre escapó de entre sus labios. Se dio cuenta cuando ella se volvió sorprendida por la interrupción.
—Dime, mi amor.
—¿Puedes venir? ¿Te importa, Martín?
El aludido negó con la cabeza y se cubrió la sonrisa perversa con la mano, al tiempo que recuperaba su whiski de la mesa auxiliar junto a su butaca. Estaba más que dispuesto a deleitarse del espectáculo que se le ofrecía, muy distinto al de un conjunto de lencería lucido por su modelo favorita.
Carolina caminó descalza hacia Óscar y Katsumi. El ratón había caído en la trampa y estaba rodeado por las dos gatas. Las dos mujeres cruzaron miradas y sonrieron. El plan había salido a la perfección, pero no debían precipitarse.
—Aquí estoy, Óscar. Dime. ¿Qué necesitas?
Los ojos celestes lo gritaban con elocuencia, más aún que la magnitud de su erección. Carolina se inclinó junto a él en el futón, por delante, y lo besó en la boca. Katsumi se estrechó contra su espalda y lo besó en el cuello con devoción. Esperaron unos minutos a que él se relajara ante el doble contacto y dejara escapar los primeros gemidos. Carolina descendió una mano hacia su polla y comenzó a masturbarlo con movimientos lentos, regodeándose. Él se abandonaba y se le iban las manos hacia sus pechos en busca de sus pezones para arrancarle jadeos y placer. Katsumi dibujaba los músculos definidos de su espalda y sus glúteos.
—¿Es así como se siente? —gruñó Óscar al notar que la japonesa incursionaba entre sus nalgas para un masaje más íntimo.
—No te hagas tantas preguntas, mi amor. Solo déjate llevar —contestó Carolina sobre su boca, con un mordisco final.
No quería dejarlo analizar. La música tántrica favorecía que los sentidos se nublaran. Dos bocas femeninas, dos lenguas, dos gargantas que exhalaban gemidos y jadeos en idiomas distintos. Dos aromas diferentes, a lavanda y a jazmín. Cuatro manos, dos demandantes y dos complacientes. Cuatro pezones enhiestos que se clavaban en su piel. La necesidad de perderse en alguno de los sexos que sabía estaban a su disposición fue insoportable.
—Quiero follarte —susurró sobre los labios da Carolina—. Túmbate en el sofá —ordenó con voz ahogada. Si seguía así con su mano, no quedaría demasiado que ofrecerles. A ninguna de las dos.
Katsumi devoraba su cuello y su nuca, y hundía dos de sus dedos en su ano, en un masaje circular con una mano, al tiempo que acariciaba sus testículos y el punto que los unía la raíz de su polla. Estaba a punto de estallar. Los tres se acunaban en un ondular como la marea en la noche. Tenía los ojos entreabiertos y rio al ver que Martín se masturbaba al mismo compás. La energía sensual que los guiaba a todos era brutal. Poderosa.
—A mi no. A ella. Fóllatela a ella. Quiero verlo, Óscar.
—¿Y tú? —exclamó, sorprendido por su súbita generosidad.
—A mí… —Se pasó la lengua por los labios muy, muy lento y clavó los ojos verdes en él. No necesitó mayor explicación.
Las dos se tendieron en el futón. Él se relamió. Era como tener un bufé libre de piel cálida, tierna y palpitante. No pudo evitar la tentación. Cabalgó sobre un muslo de Katsumi y otro de Carolina, posó una de sus grandes manos sobre un pecho de la japonesa y otro de su amante y apretó. Ambas gimieron. Cada una a su manera. La primera con un ruidito discreto, casi imperceptible. Carolina con un sonido desgarrado que lo puso a mil. Adoraba lo escandalosa que era siempre en el sexo, y a la vez le gustó el contraste.
Jugueteó con sus pezones. Rosa pálido contra violeta. Apenas una elevación contra aquel caramelo redondo y duro. Se inclinó y besó al primero, lo rodeó con la lengua. Apreció la diferencia. Luego el segundo. Con Carolina se regodeó más. Lo lamió, lo succionó y lo mordió.
—Yo también, Óscar. Por favor —suplicó Katsumi.
Le dio el mismo tratamiento a las dos. No daba abasto, solo tenía una boca y dos manos y tenía que complacerlas a las dos. Y el dolor rabioso de su polla comenzaba a resultar un incordio. Cuatro manos femeninas acariciaban su piel, que comenzó a arder en llamas y rompió a sudar. Dedos ágiles que recorrían su costado, que retorcían sus pezones, que agarraban su erección y se peleaban por masturbarlo, que apretaban sus nalgas, veinte uñas que dejaban estelas de fuego en su espalda. También comprobó que penetrar con sus dedos en un movimiento lento, sincronizado y eterno entre las piernas de ambas era un regalo inmerecido. Gruñó, derrotado, ante la suavidad prieta de algodón en rama oriental y la carne húmeda y caliente de Carolina.
—Oh. Óscar…
No supo quién lo había llamado y aquello alimentó su ego de un modo brutal. Los jadeos y gemidos de las dos mujeres a su merced, entrelazados, mientras acariciaba sus interiores, intoxicado por el aroma punzante del sexo y la música de sus gemidos a dúo.
—Cómo se nota que eres ambidiestro, cabrón —murmuró Carolina, que se retorcía bajo la pericia de los dedos de su mano derecha—. Katsumi, cariño…
La japonesa se volvió hacia ella con los labios entreabiertos y su amante la atrajo hacia sí. Nunca había visto a dos mujeres besarse frente a él. Cuando, loco de celos, había asistido al Club Anticristo en Londres en búsqueda de una venganza y había contratado un trío, no había tenido nada que ver con lo que estaba viviendo ahora. Se había follado a las dos mujeres una detrás de otra con furia, con saña, sin disfrutar. Esto era distinto. Era gourmet. Carolina se deleitó en disipar parte del placer que sentía en la boca de Katsumi y Óscar supo que había llegado el momento de sublimar aquella escena. Retiró las manos del interior de los cuerpos femeninos y las deslizó hacia los pechos dejando estelas de humedad. Aún quería regodearse de verlas besarse. La música cambió de continente y un redoble de percusión, con un toque más árabe, aumentó el tempo de los latidos en sus venas.
—Katsumi, abre las piernas. Necesito…
Un destello plateado desvió su atención esbozó una sonrisa torcida ante la idea prosaica de un preservativo ante tanto delirio, pero Carolina tenía razón. No tardó más de veinte segundos en ponérselo.
—¿Y tú? —volvió a preguntar Óscar cuando vio que Carolina se apartaba un poco del futón. Él gateó por encima de la asiática, abierta y dispuesta para recibirlo. Un relámpago de ansiedad atravesó sus ojos, pero su amante sonrió.
—He cambiado de opinión. Tenemos sitio de sobra. Voy a invitar a unirse a Martín, lo veo un poco solo —Óscar se giró y vio al satélite de su pareja girando el vaso ya vacío, con los hielos derritiéndose, y la mirada vidriosa clavada en ellos—. A menos que tú no quieras.
Lo dudó un instante, pero ¿por qué ella era generosa y él no podía corresponder? Asintió. Cumpliría otra más de sus más ocultas fantasías. Ver a su mujer con otro hombre. Un deseo inconfesable. Algo que le generaba un placer morboso y culpable, que no entendía de dónde venía. Que mezclaba un deleite refinado y la más absoluta humillación. Pero ella no se movió, y entendió que quería que fuese él quien lo invitara a la fiesta.
—Martín. Ven —ordenó Óscar en un gruñido cortante.
No necesitó más.
Él se concentró en Katsumi, dispuesta, quieta, temblorosa como un junco mecido por la brisa y a su merced. Carolina a su lado era una llama ardiente, de rodillas sobre el futón. Desnuda y desafiante. Lo cogió de la mano y lo instó a tenderse sobre la japonesa, disipando sus dudas.
—Vamos, Óscar. No te distraigas —dijo en un susurro divertido—. Enséñale lo que ese dragón es capaz de hacer.
Siempre bromeaba por el calibre de su miembro. Estaba muy bien dotado y eso había provocado que o se hacía experto en su uso o las mujeres huían de él. Y Carolina le había enseñado a refinar su arte. Por un momento se arrepintió de su convencionalismo al penetrar a Katsumi en aquella posición, pero él siempre había sido así. Dominante. Le gustaba imponer su peso. La japonesa se arqueó y puso los ojos en blanco ante los primeros centímetros de su invasión y Carolina lo sorprendió con un ataque en su boca.
—Dios, ¡no sabes cómo me pones ahora mismo! —Lo besó con furia. Con la lengua húmeda y exigente. Aferrada a su mentón con las uñas mientras él se hundía en el interior desconocido y cálido—. Fóllatela. Vamos.
—Tengo que ir despacio —susurró Óscar sobre su boca.
—No quiero que vayas despacio —dijo Katsumi, interrumpiendo la negociación entre los dos.
—Y yo estoy de acuerdo —intervino Martín.
Óscar alzó la mirada, desconcertado. No esperaba una voz masculina en aquel debate, pero mientras Carolina volvía a besarlo y le acariciaba el cuello, las manos de Martín aparecieron sobre los pechos femeninos desde atrás. De pronto eran una criatura milenaria, un Kraken de las profundidades marinas. O quizá del infierno. O de un cuadro del Bosco. Cuatro cabezas, dieciséis extremidades, hombre y mujer a la vez.
—Fóllame, Óscar —exigió Katsumi. Notó las uñas largas y afiladas clavarse en sus nalgas y empujarlo hacia su interior. Aquello espoleó su excitación y lo precipitó hacia el abismo. Carolina gimió y arqueó la espalda. Martín la había penetrado desde atrás. Un aroma almizclado y embriagador lo mareó. La carrera hacia el orgasmo entre los cuatro comenzaba a estar muy reñida. Al principio desacompasados, pero muy pronto dirigidos por el ritmo de los tambores, comenzaron una cadencia sincronizada.
—Tócame, cariño —susurró Carolina sobre los labios de Óscar. Con una mano acariciaba sus pectorales. La otra se perdía hacia atrás en el pelo de Martín, aferrado a sus pechos como si de las riendas de un Pegaso se tratara. Él quería su porción de su amante también y llevó los dedos al sexo de Carolina, y buscó el núcleo insolente y enardecido de su placer. Sería la primera, pero no la última en caer.
Katsumi también estaba cerca de alcanzar el clímax, la notaba contraerse en torno a su polla con avaricia, se retorcía de placer bajo el peso de su pelvis, prendida en llamas. Se unía al nudo de cuerpos con los dedos metidos en la boca de Martín, que los succionaba y los mordía. Los cuatro unidos así, en comunión sagrada y vital.
Y así, como la pleamar, el orgasmo azotó a Carolina, que se dejó ir con un sollozo desgarrado entre los brazos de Martín, pese a que habían sido los dedos de Óscar sobre su clítoris los culpables de la caída.
—Uhm, perfecto. Perfecto —susurró Martín, con los dedos de la japonesa aún en la boca. Cerró los ojos en puro éxtasis al percibir las contracciones en torno a su polla—. Todavía no. Aguanta un poco más, pequeña. Danos otro. Córrete otra vez.
—Aguantad las dos —ordenó Óscar, duro y dominante como siempre—. Espera, Katsumi. Aún no.
—Oh, Óscar. Es demasiado. ¡Es demasiado! —gimió la mujer al saberse rendida. No pudo resistirse al último movimiento de Óscar en su interior, que intensificó las embestidas en movimientos circulares y profundos. Martín lo imitó. Los dos hombres se miraron, arrogantes, satisfechos. Sabiendo que colmaban a ambas mujeres de placer. Carolina volvió a correrse, esta vez exhaló un gemido ahogado y se dejó caer sobre Óscar, pero Martín la sujetó. No podían desplomarse todos sobre Katsumi, que yacía desmadejada bajo el cuerpo masculino.
Los cuatro se derrumbaron sobre el futón. Las respiraciones erráticas, ruidosas. Los corazones a punto de salirse del pecho. Las pieles perladas en sudor. Los aromas propios y ajenos entremezclados en el frenesí de los cuerpos compartidos. Martín y Carolina se besaron. Óscar también la besó, añadiendo su lengua hambrienta aún, y buscó en su pecho la puñalada aguda de los celos, la angustia de la inseguridad, los sentimientos amargos que pensaba le sobrevendrían después de vivir algo así. No estaban. No existían. Lo único que encontró fue agotamiento y un intenso bienestar.
Agotado, se dejó caer entre los cuerpos tibios bajo el influjo de la música. No supo por cuanto tiempo durmió, flotando en endorfinas.
Se sorprendió al percibir que Katsumi le quitaba el preservativo con delicadeza y lo limpiaba con una toalla húmeda y después lo secaba. Lo besó en los labios con suavidad.
—¿Te vas? ¿Por qué? —dijo sorprendido.
—Es tarde. Tengo que marcharme. Gracias por una noche especial —Ya se había puesto el kimono. No supo cuando había pasado eso. Carolina tenía puesto también un batín y él estaba cubierto por una toalla de rizo grueso. Se incorporó, adormilado. Martín estaba ya vestido y bebía un expreso en la butaca. Le envidió tanto el periódico como el café.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
—Un par de horas. No te preocupes. Es normal sentirse así después de una sesión tan intensa —explicó Carolina. Acarició su mejilla con suavidad—. ¿Quieres darte una ducha o nos vamos directamente al hotel?
Sacudió la cabeza, atontado. Sonrió a Katsumi y se despidió. No volvería a verla, pero desde luego, jamás la olvidaría. La observó alejarse mientras se daba cuenta de que el aspecto de la sala a la luz de la primera hora de la mañana era el de una casa acomodada y lujosa, sí, pero una residencia normal.
—No, aquí no. Vámonos al hotel.