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La madura que me desvirgó

 

 Iba a ser el peor verano de mi corta vida, pero acabó siendo inolvidable. Mis padres tenían un pequeño hotel cerca de la playa. Durante la mayor parte del año eran sus empleados los que se hacían cargo, pero de junio a septiembre, cuando había mucho más trabajo, ellos se trasladaban allí para dirigirlo.

Durante esos cuatro meses yo me iba a veranear al pueblo con mis abuelos. No había nada que me gustara más, allí era completamente libre e incluso tenía novia, una chica preciosa con la que había hecho de todo, menos el amor. La última vez que la había visto, acordamos que el siguiente verano sería el de nuestro estreno. A lo largo de ocho largos meses mantuvimos el contacto, ansiosos por volver a vernos y que nuestros cuerpos se fundieran.

Conforme se acercaba el momento del reencuentro, nuestras conversaciones telefónicas iban subiendo de todo. Teníamos planeada nuestra primera vez hasta el más mínimo detalle. Lo haríamos en el mismo pajar en el que tantas veces nos habíamos liado, en el que prácticamente todos los días me había dejado explorar su cuerpo con mis manos, sin más barrera que la penetración.

Quedaban un par de días para terminar el curso y yo ya tenía las maletas hechas. Estaba a punto de llamar a mis abuelos para concretar el día y la hora de nuestra partida, cuando mis padres se acercaron y pronunciaron esas tres palabras que rara vez vienen acompañadas de buenas noticias: tenemos que hablar.

Los conocía perfectamente y sabía que el semblante serio en sus rostros significaba que no sabían por donde empezar. Se miraban el uno al otro esperando a no tener que dar el primer paso. Empecé a ponerme nervioso, a pensar que había pasado algo grave, posiblemente a mis abuelos. Al final fue mi madre la que tomó la palabra.

– Verás, hijo, este año han bajado un poco las reservas en el hotel.

– ¿Nos va a afectar mucho económicamente?

– No, si todos nos sacrificamos un poco.

– ¿Qué tipo de sacrificio?

– Izan, no le voy a dar más vueltas: tienes que venir a trabajar con nosotros.

– Ni hablar, yo ya tengo mi verano organizado.

– Sabemos lo que te gusta el pueblo, pero necesitamos ahorrarnos un empleado.

– No me podéis hacer esto.

– Cariño, créeme que no queremos, pero este negocio también es tu futuro.

– Yo no quiero ese futuro.

– Sé comprensible. No estarás todo el día trabajando, también podrás ir a la playa.

– Sabes que no me gusta.

– Lo sabemos, pero pero es lo que hay.

Maldije a mis padres de todas las formas posibles pero haberme robado el que que iba a ser el mejor verano de mi vida para ponerme a trabajar. No me gustaba el sol, odiaba la arena y tampoco soportaba el agua salada. No conocía a nadie en ese lugar, estaba condenado a pasar cuatro meses trabajando, sin tener ninguna otra forma de entretenerme.

Cuando le conté a mi novia la situación, me dijo que lo mejor era dejar la relación. No quería esperarme durante otro año sin la garantía de que no volviera a pasar lo mismo. Me dolió mucho, pero tenía razón. Yo tampoco me veía preparado para aguantar un año más siendo virgen. Con un poco de suerte, conseguiría conquistar a una turista, si me dejaban tiempo libre.

Pasé los siguientes días implorando que no me obligaran a ir, pero la decisión estaba tomada y mis súplicas fueron en vano. Una vez terminado el curso, los tres nos dirigimos al hotel para pasar lo que se suponía que iba a ser un verano de mierda.

Nada más llegar, me asignaron mi tarea: encargarme de los nuevos huéspedes. Tenía que recibirlos, prestar mi ayuda con su equipaje, servir de guía hasta sus habitaciones y estar siempre disponible para lo que pudieran necesitar, que no solía ser poco. Me pasaba el día trabajando sin descanso. Lo único positivo era tener una habitación solo para mí, pero llegaba a la noche tan hecho polvo que no la podía disfrutar.

Mi padre se encargaba de la recepción y de resolver cualquier problema que tuvieran los clientes y mi madre dirigía al personal de cocina y limpieza. Entendía que era un trabajo de mucha responsabilidad, pero físicamente no les suponía ningún esfuerzo, mientras que yo me estaba deslomando.

– Papá, aunque me hayáis traído para ahorrar un sueldo, algo ganaré, ¿no?

– Si a final de verano cuadran las cuentas, tendrás una propina.

– Esto es explotación infantil, que lo sepas.

– No me hagas reír, anda. Que llevabas dieciséis años viviendo como un marqués.

Lo único positivo de estar allí era que me pasaba el día viendo a jovencitas en bikini. Me recordaban a la novia que ya había perdido, pero por lo menos me alegraba la vista. Tenía que ser profesional y no acosar a las clientas, pero tenía la esperanza de que fuese verdad ese mito de que las extranjeras venían buscando al macho español. Fuese cierto o no, yo, como mucho, era un machito.

Fueron pasando las semanas y cada vez tenía más claro que me habían tomado el pelo con lo de que habían bajado las reservas, solo querían ahorrarse el dinero. Trabajaba de sol a sol sin ver un céntimo ni una teta, las dos únicas cosas que me motivaban. Empezaba a considerar seriamente la opción de huir de ese hotel infernal.

– Izan, deja de holgazanear, en media hora llega doña Consuelo.

– ¿Quién?

– Una clienta que se hospeda aquí todos los veranos.

– Pues muy bien.

– Es una viuda adinerada. Si la tratas bien, te dará buenas propinas.

Las propinas de los clientes era el único dinero que estaba viendo, pero, como mucho, uno de cada cien tenía el detalle de darme algo. Me imaginaba a doña Consuelo como una vieja decrépita incapaz de hacer nada por ella misma. Pero no podía estar más equivocado.

Era una mujer elegante, de unos cincuenta años y de muy buen ver. Probablemente llevaba a cuestas varias operaciones estéticas, pero si era así, debía reconocer que habían sido un éxito, porque estaba estupenda. Me apresuré a coger sus maletas y la acompañé a su suite, la más lujosa del hotel.

– Joven, es el primer año que te veo por aquí.

– Soy Izan, el hijo de los dueños.

– Encantada de conocerte, muchacho. ¿Qué edad tienes?

– Igualmente, doña Consuelo. Tengo dieciséis.

– No, por favor, nada de doña. Llámame Chelo.

– Estoy a tu disposición, avísame para cualquier cosa que necesites.

– Así lo haré, te lo por seguro.

Sus propinas eran mucho más que generosas, pero reclamaba mi presencia demasiado a menudo. Tenía que reponer constantemente sus toallas o geles de baño, debía llevarle comida a la habitación, acompañarla a la playa o simplemente darle conversación. Siempre exigía que fuera yo el encargado de todas esas tareas.

Me tenía exhausto, aunque por cada acción siempre recibía una recompensa más allá de lo económico. Si reclamaba mi presencia en su habitación, solía esperarme con una diminuta toalla alrededor de su cuerpo que me dejaba ver sus muslos y gran parte de sus generosos pechos. Cuando la ayudaba a encontrar sitio en la orilla del mar, me pedía que le aplicara protección solar, dejando que manoseara su cuerpo.

Esa mujer me agotaba, pero también me ponía muy cachondo con su inocencia fingida y su forma de provocarme. Lo mejor era cuando me llamaba solo para hablar, porque no requería ningún esfuerzo y la prioridad de mis padres era tener a la ricachona siempre satisfecha.

– Izan, querido, no sé casi nada de ti.

– Puedes preguntarme lo que quieras.

– Está bien. ¿Tienes novia?

– Tenía, pero por desgracia eso se acabó.

– Qué lástima, un chico tan guapo solo. ¿Puedo saber qué sucedió?

– Solo nos veíamos en verano, pero este año me ha tocado estar aquí.

– Vaya, te han hecho cambiar el amor por estar con esta vieja.

– Chelo, de vieja no tienes nada.

– Ya no soy una niña como tú, que estarás en el mejor momento de tu vida sexual.

– Justo esa era la idea, pero me paso el día trabajando.

– Supongo que no seguirás siendo virgen, ¿no?

– Pues… me temo que sí.

– Eso me da bastante morbo. ¿Te gustaría perder la virginidad?

– Claro, estoy deseando.

– Ven esta noche a verme cuando termines de trabajar. Que nadie te vea.

 

Le había estado siguiendo el juego pensando que era una mujer a la que le gustaba provocar, especialmente a jovencitos, pero no imaginaba que se atreviera a dar ese paso. Porque, o estaba muy equivocado, o m había ofrecido desvirgarme esa misma noche.

Los nervios se apoderaron de mí. No era lo mismo estrenarme en un pajar con una chica de mi edad e igual de inexperta, que hacerlo en una suite con una viuda millonaria que me triplicaba la edad. Chelo lo haría mucho mejor, eso seguro, pero también notaría mis fallos, especialmente si derramaba el semen antes incluso de llegar a meterla.

En ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de no acudir a mi cita. Pasé el resto del día mentalizándome, diciéndome a mí mismo que lo podía hacer. Una vez que terminé mi turno, me disponía a ir a mi habitación para arreglarme para la noche del estreno, pero mi madre vino en mi encuentro.

– Izan, doña Consuelo quiere que le lleves esto a su habitación.

– Vale, mamá.

– Son fresas, nata y una botella de cava. Alguien se lo va a pasar muy bien.

– Supongo que sí.

– Dicen que le gustan los chicos jóvenes.

– Hace bien.

– Hijo, qué difícil es hablar contigo.

Empujando un carrito que transportaba una bandeja con las fresas y la nata y una cubitera con hielo para el espumoso, llegué a la habitación de Chelo. Llamé a la puerta y me dijo que abriera yo mismo. Me estaba esperando en la cama, con un conjunto de lencería muy erótico y la luz tenue. Me hizo un gesto para que me tumbara con ella.

– No he podido esperar, necesitaba verte ya.

– Estaba a punto de venir, pero iba a darme una ducha antes.

– No te preocupes, me gusta más así. ¿Por dónde quieres empezar?

– Como tú prefieras.

– ¿Has cenado ya?

– La verdad es que no.

– ¿Te apetecen unas tetas con nata?

La simple propuesta ya consiguió que me empalmara. Se quitó el sujetador y liberó dos pechos tan grandes como bien puestos. Me dijo que eran naturales, pero que se los había operado para volver a ponérselos en su sitio. Cogí el bote y le pinté las tetazas con nata, especialmente los pezones, y me los comí con ansia, lamiendo hasta dejarlos limpios, sin dejar de estrujarlos.

Había tomado la iniciativa y ya no podía frenarme. Volví a coger el bote con la intención de embadurnarle el coño y comérmelo enterito, pero ella tenía una idea mucho mejor, al menos para mí. Me desnudó de cintura para abajo y, tras sacudírmela durante un rato, trazó una línea con nata desde la base hasta la punta de la polla, donde aplicó más cantidad. Después se la metió entera en la boca.

Tumbado sobre la cama, me estaba haciendo una mamada brutal. Con cada movimiento que hacía notaba que mi semen estaba a punto de escapar. Aguanté todo lo que pude, hasta que le di de probar mi propia nata. El corazón me iba a mil por hora, pero Chelo tenía claro que esa noche no era para descansar. Ella misma se puso una buena cantidad de nata entre sus piernas y me hundió la cara en su coño.

Chupé su rajita hasta dejarla reluciente. Después me dediqué a distinguir cada parte de su anatomía femenina con la punta de mis dedos y con mis labios. Tenía la vagina húmeda, no solo por mi saliva. La penetré con mi lengua, provacondo sus gemidos. Me dijo que le buscara el clítoris y me guió hasta encontrarlo. Lo tenía hinchado, por la excitación, y me pidió que lo succionara. Aferrado a sus muslos suaves, estuve absorbiendo hasta que volvió a apretar con fuerza mi rostro contra su madura vagina y se corrió.

Me dejó descansar durante cinco minutos y comenzó a pajearme hasta que recuperé la erección. Cuando volvía a estar duro, se montó sobre mí y cabalgó para regalarme mi primera vez. Me estaba desvirgando una mujer madura que se movía como una mucho más joven. Me agarré a sus nalgas para acompañar sus frenéticos movimientos. Sus senos rebotaban con cada subida y bajada. En esta ocasión, tampoco aguantaría demasiado, pero quería disfrutar todo lo posible. Los dos gemimos de placer hasta el orgasmo. Yo me corrí primero, mi leche se derramó en su interior. Ella aumentó la velocidad entre gritos hasta llegar al clímax y caer rendida.

– Chico, no ha estado mal para ser tu primera vez.

– Me hubiera gustado aguantar más.

– Seguro que mañana lo consigues.

– ¿Lo volveremos a hacer?

– Pues claro, todas las noches hasta que me vaya.

Salí de la habitación con el carrito, colocándome bien la arrugada ropa. Al final del pasillo, vi a alguien que se dirigía corriendo hacia mí. Tardé en reconocerla, era la chica que, hasta hacía unas semanas, había sido mi novia.

– Izan, siento haberte dejado. He comprendido que eres el amor de mi vida y he gastado todos mis ahorros en venir a verte.

Continuará…